miércoles 15 2012

HA HECHO EN MÍ GRANDES COSAS EL QUE TODO LO PUEDE. EXALTÓ A LOS HUMILDES.


Apocalipsis 11, 19a; 12, 1-6a.10ab


Se abrió en el cielo el santuario de Dios y en su santuario apareció el arca de la alianza. Después apareció una figura portentosa en el cielo: Una mujer vestida de sol, la luna por pedestal, coronada con doce estrellas. Apareció otra señal en el cielo: Un enorme dragón rojo, con siete cabezas y diez cuernos y siete diademas en las cabezas. Con la cola barrió del cielo un tercio de las estrellas, arrojándolas a la tierra. El dragón estaba enfrente de la mujer que iba a dar luz, dispuesto a tragarse el niño en cuanto naciera. Dio a luz un varón, destinado a gobernar con vara de hierro a los pueblos. Arrebataron al niño y lo llevaron junto al trono de Dios. La mujer huyó al desierto, donde tiene un lugar reservado por Dios. Se oyó una gran voz en el cielo: "Ahora se estableció la salud y el poderío, y el reinado de nuestro Dios, y la potestad de su Cristo."




Salmo 44



Hijas de reyes salen a tu encuentro, / de pie a tu derecha está la reina, / enjoyada con oro de Ofir. R.


Escucha, hija, mira: inclina el oído, / olvida tu pueblo y la casa paterna; / prendado está el rey de tu belleza: / póstrate ante él, que él es tu Señor. R.


Las traen entre alegría y algazara, / van entrando en el palacio real. R.




1 Corintios 15, 20-27a



Hermanos: Cristo resucitó de entre los muertos: el primero de todos. Si por un hombre vino la muerte, por un hombre ha venido la resurrección. Si por Adán murieron todos, por Cristo todos volverán a la vida. Pero cada uno en su puesto: primero Cristo, como primicia; después, cuando él vuelva, todos los que son de Cristo; después los últimos, cuando Cristo devuelva a Dios Padre su reino, una vez aniquilado todo principado, poder y fuerza.


Cristo tiene que reinar hasta que Dios haga de sus enemigos estrado de sus pies. El último enemigo aniquilado será la muerte. Porque Dios ha sometido todo bajo sus pies.




Lucas 1, 39-56


En aquellos días, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludo a Isabel. En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y dijo a voz en grito: "¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá."

María dijo: "Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación. Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos. Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia -como lo había prometido a nuestros padres- en favor de Abrahán y su descendencia para siempre." María se quedó con Isabel unos tres meses y después volvió a su casa.




COMENTARIO



1. La Asunción de María en la Tradición de la Iglesia


Predicaba Juan Pablo II el 9 de julio de 1997:




1. La perenne y concorde tradición de la Iglesia muestra cómo la Asunción de María forma parte del designio divino y se fundamenta en la singular participación de María en la misión de su Hijo. Ya durante el primer milenio los autores sagrados se expresaban en este sentido.


Algunos testimonios, en verdad apenas esbozados, se encuentran en san Ambrosio, san Epifanio y Timoteo de Jerusalén. San Germán de Constantinopla (+ 733) pone en labios de Jesús, que se prepara para llevar a su Madre al cielo, estas palabras: "Es necesario que donde yo esté, estés también tú, madre inseparable de tu Hijo..." (Hom. 3 in Dormitionem: PG 98, 360).


Además, la misma tradición eclesial ve en la maternidad divina la razón fundamental de la Asunción.


Encontramos un indicio interesante de esta convicción en un relato apócrifo del siglo V, atribuido al pseudo Melitón. El autor imagina que Cristo pregunta a Pedro y a los Apóstoles qué destino merece María, y ellos le dan esta respuesta: "Señor, elegiste a tu esclava, para que se convierta en tu morada inmaculada (...). Por tanto, dado que, después de haber vencido a la muerte, reinas en la gloria, a tus siervos nos ha parecido justo que resucites el cuerpo de tu madre y la lleves contigo, dichosa, al cielo" (De transitu V. Mariae, 16: PG 5, 1.238). Por consiguiente, se puede afirmar que la maternidad divina, que hizo del cuerpo de María la morada inmaculada del Señor, funda su destino glorioso.


2. San Germán, en un texto lleno de poesía, sostiene que el afecto de Jesús a su Madre exige que María se vuelva a unir con su Hijo divino en el cielo: "Como un niño busca y desea la presencia de su madre, y como una madre quiere vivir en compañía de su hijo, así también era conveniente que tú, de cuyo amor materno a tu Hijo y Dios no cabe duda alguna, volvieras a él. ¿Y no era conveniente que, de cualquier modo, este Dios que sentía por ti un amor verdaderamente filial, te tomara consigo?" (Hom. 1 in Dormitionem: PG 98, 347). En otro texto, el venerable autor integró el aspecto privado de la relación entre Cristo y María con la dimensión salvífica de la maternidad, sosteniendo que: "Era necesario que la madre de la Vida compartiera la morada de la Vida" (ib.: PG 98, 348).


3. Según algunos Padres de la Iglesia, otro argumento en que se funda el privilegio de la Asunción se deduce de la participación de María en la obra de la redención. San Juan Damasceno subraya la relación entre la participación en la Pasión y el destino glorioso: "Era necesario que aquella que había visto a su Hijo en la cruz y recibido en pleno corazón la espada del dolor (...) contemplara a ese Hijo suyo sentado a la diestra del Padre" (Hom. 2: PG 96, 741). A la luz del misterio pascual, de modo particularmente claro se ve la oportunidad de que, junto con el Hijo, también la Madre fuera glorificada después de la muerte.


El concilio Vaticano II, recordando en la constitución dogmática sobre la Iglesia el misterio de la Asunción, atrae la atención hacia el privilegio de la Inmaculada Concepción: precisamente porque fue "preservada libre de toda mancha de pecado original" (Lumen gentium, 59), María no podía permanecer como los demás hombres en el estado de muerte hasta el fin del mundo. La ausencia del pecado original y la santidad, perfecta ya desde el primer instante de su existencia, exigían para la Madre de Dios la plena glorificación de su alma y de su cuerpo.


4. Contemplando el misterio de la Asunción de la Virgen, es posible comprender el plan de la Providencia divina con respecto a la humanidad: después de Cristo, Verbo encarnado, María es la primera criatura humana que realiza el ideal escatológico, anticipando la plenitud de la felicidad, prometida a los elegidos mediante la resurrección de los cuerpos.


En la Asunción de la Virgen podemos ver también la voluntad divina de promover a la mujer.


Como había sucedido en el origen del género humano y de la historia de la salvación, en el proyecto de Dios el ideal escatológico no debía revelarse en una persona, sino en una pareja. Por eso, en la gloria celestial, al lado de Cristo resucitado hay una mujer resucitada, María: el nuevo Adán y la nueva Eva, primicias de la resurrección general de los cuerpos de toda la humanidad.


Ciertamente, la condición escatológica de Cristo y la de María no se han de poner en el mismo nivel. María, nueva Eva, recibió de Cristo, nuevo Adán, la plenitud de gracia y de gloria celestial, habiendo sido resucitada mediante el Espíritu Santo por el poder soberano del Hijo.


5. Estas reflexiones, aunque sean breves, nos permiten poner de relieve que la Asunción de María manifiesta la nobleza y la dignidad del cuerpo humano.


Frente a la profanación y al envilecimiento a los que la sociedad moderna somete frecuentemente, en particular, el cuerpo femenino, el misterio de la Asunción proclama el destino sobrenatural y la dignidad de todo cuerpo humano, llamado por el Señor a transformarse en instrumento de santidad y a participar en su gloria.


María entró en la gloria, porque acogió al Hijo de Dios en su seno virginal y en su corazón. Contemplándola, el cristiano aprende a descubrir el valor de su cuerpo y a custodiarlo como templo de Dios, en espera de la resurrección.


La Asunción, privilegio concedido a la Madre de Dios, representa así un inmenso valor para la vida y el destino de la humanidad.

2. ¿Murió María?

Así se pregunta Juan Pablo II, y en predicación del 25 de junio de 1999 nos ofrece esta meditación:


1. Sobre la conclusión de la vida terrena de María, el Concilio cita las palabras de la bula de definición del dogma de la Asunción y afirma: "La Virgen inmaculada, preservada inmune de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra fue llevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo" (Lumen gentium, 59). Con esta fórmula, la constitución dogmática Lumen gentium, siguiendo a mi venerado predecesor Pío XII, no se pronuncia sobre la cuestión de la muerte de María. Sin embargo, Pío XII no pretendió negar el hecho de la muerte; solamente no juzgó oportuno afirmar solemnemente, como verdad que todos los creyentes debían admitir, la muerte de la Madre de Dios.


En realidad, algunos teólogos han sostenido que la Virgen fue liberada de la muerte y pasó directamente de la vida terrena a la gloria celeste. Sin embargo esta opinión era desconocida hasta el siglo XVII, mientras que, en realidad existe una tradición común que ve en la muerte de María su introducción en la gloria celeste.


2. ¿Es posible que María de Nazaret haya experimentado en su carne el drama de la muerte? Reflexionando en el destino de María y en su relación con su Hijo divino, parece legítimo responder afirmativamente: dado que Cristo murió, sería difícil sostener lo contrario por lo que se refiere a su Madre.


En este sentido razonaron los Padres de la Iglesia, que no tuvieron dudas al respecto. Basta citar a Santiago de Sarug (+ 521), según el cual "el coro de los doce Apóstoles", cuando a María le llegó "el tiempo de caminar por la senda de todas las generaciones", es decir, la senda de la muerte, se reunió para enterrar "el cuerpo virginal de la Bienaventurada" (Discurso sobre el entierro de la santa Madre de Dios, 87-99 en C. Vona, Lateranum 19 [1953], 188). San Modesto de Jerusalén (+ 634), después de hablar largamente de la "santísima dormición de la gloriosísima Madre de Dios", concluye su "encomio", exaltando la intervención prodigiosa de Cristo que "la resucitó de la tumba" para tomarla consigo en la gloria (Enc. in dormitionem Deiparae semperque Virginis Mariae, nn. 7 y 14: PG 86 bis, 3.293 3.311). San Juan Damasceno (+ 704), por su parte, se pregunta: "¿Cómo es posible que aquella que en el parto superó todos los límites de la naturaleza, se pliegue ahora a sus leyes y su cuerpo inmaculado se someta a la muerte?". Y responde: "Ciertamente, era necesario que se despojara de la parte mortal para revestirse de inmortalidad, puesto que el Señor de la naturaleza tampoco evitó la experiencia de la muerte. En efecto, él muere según la carne y con su muerte destruye la muerte, transforma la corrupción en incorruptibilidad y la muerte en fuente de resurrección" (Panegírico sobre la dormición de la Madre de Dios, 10: SC 80, 107).


3. Es verdad que en la Revelación la muerte se presenta como castigo del pecado. Sin embargo, el hecho de que la Iglesia proclame a María liberada del pecado original por singular privilegio divino no lleva a concluir que recibió también la inmortalidad corporal. La Madre no es superior al Hijo, que aceptó la muerte, dándole nuevo significado y transformándola en instrumento de salvación.


María, implicada en la obra redentora y asociada a la ofrenda salvadora de Cristo, pudo compartir el sufrimiento y la muerte con vistas a la redención de la humanidad. También para ella vale lo que Severo de Antioquía afirma a propósito de Cristo: "Si no se ha producido antes la muerte, ¿cómo podría tener lugar la resurrección?" (Antijuliánica, Beirut 1931, 194 s.). Para participar en la resurrección de Cristo, María debía compartir, ante todo, la muerte.


4. El Nuevo Testamento no da ninguna información sobre las circunstancias de la muerte de María. Este silencio induce a suponer que se produjo normalmente, sin ningún hecho digno de mención. Si no hubiera sido así, ¿cómo habría podido pasar desapercibida esa noticia a sus contemporáneos, sin que llegara, de alguna manera, hasta nosotros?


Por lo que respecta a las causas de la muerte de María, no parecen fundadas las opiniones que quieren excluir las causas naturales. Más importante es investigar la actitud espiritual de la Virgen en el momento de dejar este mundo. A este propósito, san Francisco de Sales considera que la muerte de María se produjo como efecto de un ímpetu de amor. Habla de una muerte "en el amor, a causa del amor y por amor" y por eso llega a afirmar que la Madre de Dios murió de amor por su hijo Jesús (Traité de l'Amour de Dieu, Lib. 7, cc. XIII-XIV).


Cualquiera que haya sido el hecho orgánico y biológico que, desde el punto de vista físico, le haya producido la muerte, puede decirse que el tránsito de esta vida a la otra fue para María una maduración de la gracia en la gloria, de modo que nunca mejor que en ese caso la muerte pudo concebirse como una "dormición".


5. Algunos Padres de la Iglesia describen a Jesús mismo que va a recibir a su Madre en el momento de la muerte, para introducirla en la gloria celeste. Así, presentan la muerte de María como un acontecimiento de amor que la llevó a reunirse con su Hijo divino, para compartir con él la vida inmortal. Al final de su existencia terrena habrá experimentado, como san Pablo y más que él, el deseo de liberarse del cuerpo para estar con Cristo para siempre (cf. Flp 1, 23).


La experiencia de la muerte enriqueció a la Virgen: habiendo pasado por el destino común a todos los hombres, es capaz de ejercer con más eficacia su maternidad espiritual con respecto a quienes llegan a la hora suprema de la vida.





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