domingo 08 2012

NADIE ES PROFETA EN SU TIERRA


— No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa.
Y no pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó a algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se extrañó de su falta de fe.
Mc 6, 1-6

Las palabras de Jesús en esta lectura se han convertido en un refrán muy conocido: “nadie es profeta en su tierra”. Tal vez por haberlo oído muchas veces, no calibramos el tremendo significado que tiene esta frase.

La tarea del profeta es muy ingrata. Los auténticos profetas suelen ser mal recibidos. A muchas personas les incomoda escuchar discursos claros, radicales, que apelan a la verdad del ser humano y que piden una respuesta, un cambio de actitud. A menudo, son los más cercanos al profeta los primeros que lo rechazan o no saben valorar su mensaje. Quizás porque no creen que en una persona conocida y cercana, con sus limitaciones, pueda darse tal fuerza, tal entusiasmo y coherencia con su fe.

Pero el profeta que no se busca a sí mismo, sino que se convierte en mensajero de Dios, no se abate ante las críticas. Los ataques lo refuerzan y jamás se rinde. El amor que lo llena lo sostiene.

Del mismo modo, la Iglesia de hoy, siendo humana y cargada de defectos, sigue siendo depositaria de un tesoro inmenso. Por eso necesita profetas que sean su voz y muestren al mundo el rostro de Dios. A eso estamos llamados todos los cristianos. Y para ello no necesitamos mucha elocuencia: nuestras obras y nuestra forma de estar en el mundo hablarán por nosotros.

Autenticidad y coherencia
Con sus palabras, Jesús llegaba al corazón de la gente. Era un hombre carismático que no dejaba indiferente a nadie. Su impacto en quienes lo escuchaban sólo puede explicarse desde una intensa vivencia y apertura a Dios. Jesús hablaba de aquello que vivía, sentía y creía. Era un gran comunicador, no sólo por su capacidad retórica, sino porque creía en aquello que transmitía. Este sería un buen fundamento para la pedagogía moderna: además de adaptar el lenguaje y los criterios a nuestros tiempos, lo que realmente permanece es la autenticidad y la coherencia.

Jesús suscitaba interés porque no había distancia alguna entre cuanto decía y vivía. Él encarnaba perfectamente sus palabras. Por esto interpelaba a las gentes y despertaba su asombro. ¿Quién es éste?, se preguntaban. ¿Quién le enseña todo esto?

La familia, escuela

A buen seguro Jesús aprendió mucho en su hogar, con sus padres. El Papa, hoy, en el Encuentro Mundial de las Familias, defiende el valor de la familia como un valor bueno e insustituible. Nada puede reemplazar este valor. Querer desplazar la familia de la sociedad o quitarle su importancia conduce a una pérdida de identidad de la persona. Cuando el rol del padre y de la madre quedan confundidos o diluidos, se está atentando contra el valor de la familia y los hijos sufren una enorme desorientación.

Jesús habla con fuerza y coherencia. La Iglesia, que fundó como familia de seguidores, había tenido su preludio en su primera iglesia doméstica: el hogar. Una persona armónica y madura revela una familia compacta y seria que ha ejercido correctamente su función educadora. No podemos renunciar al valor de la familia, no sólo desde el punto de vista cristiano, sino humano, cultural y antropológico.

Sin familia la sociedad se diluye. La sociedad se sostiene en ella. Por este motivo la Iglesia la defiende. Nadie puede crecer sin un entorno cálido y acogedor. Los años de la vida oculta de Jesús, antes de salir a predicar, a buen seguro fueron tiempos de vivencia familiar, cálida y entrañable, de cercanía a sus padres y al Padre del cielo.

Nadie es profeta en su pueblo

Pero Jesús encontró poca fe en su propio pueblo, entre los suyos. Se fue triste de allí, ante su incredulidad e incluso su ironía, rozando el desprecio. Curó algunos enfermos, no renunció a su carisma sanador. Pero se fue en seguida. Nadie es profeta en su pueblo, reza el dicho popular. Este fenómeno se da en muchos de nuestros barrios y pueblos. ¿Qué nos va a enseñar éste?, decimos. Y no nos percatamos de que un pueblo que se cierra a Dios pierde su horizonte.

Vigilemos ante la falta de fe. En nuestro mundo regido por la tecnología y la ciencia, Dios también tiene mucho que decirnos. Tiene un mensaje que da sentido a nuestras vidas. Si no respondemos a este regalo que nos ofrece, ¿qué será de nosotros? Si no escuchamos, Dios se apartará, discretamente, en silencio.

Saber escuchar

Aprender a escuchar es nuestro gran reto. Escuchemos, no sólo con el oído, sino en el sentido hebreo del término. Escucha significa apertura, aceptación y adhesión total a lo que oímos. Pero a menudo la prisa, la agitación y la vorágine en la que vivimos inmersos nos impiden escuchar debidamente. Dios nos puede estar diciendo muchas cosas cada día. Pero sin reflexión, sin espacios de silencio y meditación, no podremos oír su mensaje. Una sociedad que no se detiene, que no piensa, va hacia el abismo.Dios sólo pide que le escuchemos y hagamos vida aquello que oímos.

Autoridad y educación

Jesús hablaba con autoridad. Hay que tener en cuenta que autoridad no significa poder. Jesús renunció al poder. La autoridad se refiere a autoría, a convicción profunda, a autenticidad. La autoridad no coarta la libertad ni destruye a nadie.
El gran trabajo evangelizador es educar. El significado de esta palabra también debe conocerse: educar significa sacar a fuera. En el caso de la Iglesia, se trata de hacer aflorar todo aquello de Dios que tenemos las personas. Somos de Dios, estamos hechos por amor y para el amor, la alegría, la comunicación. El hombre no puede vivir fragmentado. ¿Qué puede unir y dar solidez al ser humano? Aquel que lo ha creado. Si nos alejamos de sus manos amorosas, tiernas, cálidas, ¡nos perdemos!

Un atisbo de cielo

Dios es quien nos da la vida, la existencia, la familia, los amigos, la fe, y también la razón, la inteligencia y la capacidad de aprender. El cielo es aquello que sentimos cuando amamos profundamente. En la tierra ya podemos pregustarlo. Es ese estallido de gozo extraordinario que transforma toda una vida.

No perdamos la fe. Sin fe, nuestra vida se convertiría en un gélido desierto, nos tornaríamos insensibles y sin sentimientos. El mundo necesita dulzura, ternura de Dios, poesía, estética, para tener sentido.

Convirtámonos en apóstoles fervientes. Hemos de pasar la antorcha de la fe, encendida, a las próximas generaciones. Ahí está la calidad de nuestra vida: tener fe añade un valor inmenso a nuestra existencia. El mundo nos espera. Hemos de brillar para despertar el amor de Dios en la humanidad.



Publicado por Joaquín Iglesias
Fuente:   www.homilias.blogspot.com

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